Época: Cuidades de vivos
Inicio: Año 1 A. C.
Fin: Año 1 D.C.

Antecedente:
Ciudades de vivos, ciudades de muertos

(C) Miguel Angel Elvira y Antonio Blanco Freijeiro



Comentario

Sin lugar a dudas, el edificio básico de la arquitectura etrusca, origen y modelo de todos los demás, es la casa. A mediados del siglo VII a. C. era ya de forma cuadrangular y se esbozaba su división en habitaciones. Después, parece que su evolución se bifurca en dos ramas diversas por completo: una nos lleva directamente -quizá por influjo chipriota o microasiático- al llamado palacio; la otra, de forma más pausada y lógica, desemboca en la creación de la casa típicamente etrusca, la que acabará llamándose casa itálica por antonomasia.
Los palacios conocidos son, hoy por hoy, poco numerosos, y de ellos destacan tres bien estudiados: el de Murlo (también llamado de Poggio Civitate), con varias reconstrucciones hasta su hundimiento final en torno al 525 a. C.; el de Acquarossa, con una historia semejante, y la Regia del Foro, en Roma, que sufrirá varios cambios y acabará siendo la casa del rex sacrorum a la caída de los Tarquinios.

La característica esencial de estos edificios, aparte de su tamaño, es su organización en torno a un patio; éste puede ser triangular o cuadrado, pero siempre se adorna con pórticos, al menos en parte. Se trata, en cierto modo, de un tipo peculiar de casa de peristilo, procedente de ambientes palaciales asiáticos, pero destinado a pronta extinción; cuando la casa romana, a fines de la República, recupere el patio con columnas, tendrá que dirigirse ya al ámbito helenístico para imitarlo.

En estos palacios, por lo demás, hallamos repetida una estructura de habitaciones que, sin ser excepcional en Etruria -la podemos ver, sin ir más lejos, en ciertas casas arcaicas de la propia Acquarossa-, tiene escaso éxito y desaparece pronto: nos referimos al conjunto formado, tras la columnata del patio, por una sala amplia, sin duda lugar de reunión, a la que se abren dos habitaciones menores, una a cada lado; algo muy parecido, en una palabra, al liwan persa.

Los palacios, gracias a su gran número de estancias, son autosuficientes. Contienen graneros, quizás algunos dormitorios para siervos -aunque sabemos que éstos, para escándalo de los griegos, solían vivir fuera de la casa de sus señores-, presentan en el patio altares o templetes para el culto de los difuntos, e intentan convertir el propio patio en un gran ambiente de lujo, destinado a las fiestas de los príncipes. En la decoración de tan refinado recinto desempeñan un gran papel las terracotas de tejados y aleros; son, en ocasiones, figuras de antepasados aristócratas, como la hierática imagen con sombrero que se ha hallado en Murlo, pero lo que más abunda son placas de terracota, que exponen escenas de la vida señorial (paseos en carro, cenas, festejos) y hasta de sus ideales míticos (hazañas de Hercle, el Heracles etrusco).

Salvo excepciones, como la citada Regia de Roma, estos palacios parecen situarse en el interior de Etruria; allí, en efecto, debió de mantenerse durante mucho tiempo el sistema de vida semiindependiente de los grandes príncipes agrícolas, dueños de sus aldeas y nostálgicos de los oros y marfiles del pasado. Hacia el 600 a. C. aún se construían tumbas principescas en Quinto Fiorentino, junto a Florencia.

En las zonas costeras, por el contrario, la estructura de la ciudad, con su animación comercial y su escaso espacio intramuros, imponía soluciones más funcionales; por eso fue allí donde se desarrolló con mayor prontitud y seguridad la casa itálica. No queremos insistir en el detalle de su organización: en uno de los capítulos dedicados al arte romano republicano podrá el lector comprender la importancia de este tipo de morada, basado en su estructura longitudinal y simétrica, con un ambiente básico, el atrio, en el centro, y una sala al fondo, el tablinum, destinada al dueño de la casa.

Lo que aquí nos interesa señalar es cómo, a partir de la división esencial en dos habitaciones; se da a fines del siglo VII a. C. el segundo paso evolutivo: surgen nuevas salas, en primer lugar a ambos lados de la entrada, justo antes de entrar en el atrio, y después a ambos lados del tablinum; más tarde, ya desde principios del siglo VI, comenzarán a construirse estancias alrededor del atrio, por lo que se hará necesario, para iluminarlo, abrir una entrada de luz en su tejado. Es la situación, al parecer, que se puede detectar en Marzabotto.